House of Cards, ¿ficción o realidad?

     Originalmente publicado en la Revista Variopinto
Kevin Spacey y Robin Wright en el papel de Frank y Claire Underwood
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Kevin Spacey y Robin Wright en el papel de Frank y Claire Underwood
Publicado el Lunes 12 de Mayo de 2014
(11:26 a.m. - / Sergi Siendones) El exitoso drama político emitido por el canal en streaming Netflix bajo el título de House of Cards no sólo se ha convertido en una de las producciones televisivas más exitosas de los dos últimos cursos (nueve nominaciones a los premios Emmy en 2013) y en la confirmación de que las fórmulas de consumo audiovisual han cambiado (ambas temporadas fueron estrenadas al completo, en lugar de capítulo a capítulo, el 1 de febrero de 2013 y el 14 de febrero de 2014), sino que su impacto ha alimentado un fuerte debate en las redes sociales y en los medios sobre si la tenebrosa mirada a la vida política del Washington D.C. contemporáneo que supone la serie es realista o un mero ejercicio de ficción shakespeariano.
Dirigida por David Fincher y protagonizada por Kevin Spacey y Robin Wright en el papel de Frank y Claire Underwood, House of Cards relata una despiadada escalada hacia el poder que arranca cuando el recién elegido presidente Garrett Walker le niega a Frank el prometido puesto de Secretario de Estado. A partir de ese momento se pone en marcha la venganza de los Underwood, traducida en un progresivo ascenso en el que el patriotismo y los discursos emotivos propios de referentes cercanos como The West Wing quedan desbancados por las negociaciones feroces, los intereses personales, la manipulación, la corrupción, el engaño, la intriga y la sangre fría. Todo vale en el mundo de los Underwood, un mundo donde los sentimentalismos y las amistades son puramente funcionales: cada elemento de sus vidas es una pieza perfectamente colocada en el engranaje que los ha de llevar a la cima.
De las campañas a los guiones
House of Cards le debe el nombre a una mini serie británica de 1990 basada en la novela homónima de Michael Dobbs, pero el ideador de esta nueva revisión es un joven guionista norteamericano de nombre Beau Willimon. En el currículum de Willimon no sólo consta la obra de teatro Farragut North, cuya adaptación a la gran pantalla -protagonizada por George Clooney y Ryan Gosling- fue rebautizada como The Ides of March, sino su experiencia como estratega de apoyo en la campaña presidencial de Howard Dean en 2004 en Iowa. Fue dicha campaña la que le daría el material para escribir Farragut North, a la que llegó después de trabajar como pasante en las campañas que lanzaron al Senado al congresista neoyorquino Chuck Schumer en 1998 y a Hillary Clinton en el 2000. A toda esta educación política habría que sumarle su amistad con Jay Carson, considerable estratega demócrata y consultor político que muchos apuntan como una de las fuentes de Willimon para inspirarse. Pero, ¿es todo este bagaje suficiente para tomar como realista la oscura visión que nos ofrece la serie del poder que habita Washington? No del todo.

El guionista Beau Willimon 
No, aunque el mismísimo Barack Obama se haya confesado seguidor de la serie. No, aunque Kevin Spacey declarara en el programa This week de la ABC que “al regresar a casa pones las noticias y piensas: 'Sabes, nuestras historias no son tan disparatadas (…) Algunas personas piensan que el 99% de lo que se muestra es así, y que el 1% no, como que nunca se podría conseguir que se aprobase una ley de educación tan rápido”. No, aunque el referente que inspira el personaje de Frank Underwood sea alguien tan real como el ex presidente Lyndon B. Johnson (que asumió el cargo tras la muerte de John F. Kennedy), combinado con algunas características de Dick Cheney, al que George Bush le encargó buscar vicepresidente en el 2000 y que acabó siéndolo él mismo.
No, pese a que la relación extramatrimonial entre el congresista Underwood y la periodista Zoe Barnes en la serie pueda recordar a la mantenida entre el general David Petraeus y Paula Broadwell. No, pese a que el personaje de Peter Russo recuerde al congresista Mark Souder, por aprovechar ambos su recién adoptada abstemia como símbolo de renovación en sus discursos políticos. No, pese a que la torre Peachoid realmente exista. No, pese a que Sentinel, la universidad a la que acudió Frank, sea una clara referencia a Citadel, la universidad militar de Carolina del Sur. No, pese a que la huelga de maestros que enfrenta a Underwood y a Marty Spinella en la serie recuerde a la que enfrentó al alcalde de Chicago Rahm Emanuel y al portavoz de la Chicago Teacher Union, Karen Lewis.
No, aunque Willimon haya trabajado mano a mano con Gregg Housh, miembro del grupo de activistas virtuales Anonymous, para dar vida en la serie al hacker Gavin Orsay, alejado de la típica imagen caricaturizada del gordo solitario y virgen que vive con su madre.
No, pese a que algunos analistas políticos norteamericanos hayan decidido usar la serie para vestir sus artículos premonitorios sobre quién será el sucesor de Obama en 2016.
No, pese a que la ministra de Economía argentina Silvina Batakis recibiera el pasado 20 de marzo un ladrillazo al salir de su fracasada reunión con el gremio docente. Una noticia que recuerda a uno de los episodios de House of cards en el que un supuesto gremialista docente lanza un ladrillo contra la ventana de la casa de Frank Underwood. En la serie, se descubre que el ladrillazo fue efectuado por un aliado del propio Underwood como maniobra para desacreditar la huelga... ¿Piensa mal y acertarás? Es inquietante pensar que sí, y eso es lo que la serie provoca. Un pensamiento que aceptamos sin dudar.
Mucho Shakespeare y poca economía
Enfrentados a toda la lista de conexiones expuesta arriba, House of Cards posee numerosos desajustes. Una de las mayores críticas que ha recibido la segunda temporada en la red es sus errores en materia de economía, sobre todo un par de detalles referidos a ese punto de la trama en que se descubre que el multimillonario Raymond Tusk (amigo clave del presidente Walker y enemigo de Underwood) blanquea dinero chino destinado a donaciones políticas. El primer desajuste que han localizado varios seguidores es que 25 millones de dólares es muy poco dinero para financiar una campaña a nivel estatal, y muy poco también (aunque sea de origen ilícito) para ocasionar un escándalo tan grande como el que en la segunda temporada pone en jaque al presidente Walker. 25 millones es una cifra que alcanzan los cheques de donantes individuales; una cifra considerable serían 100 millones, que es lo que donará el empresario gringo Tom Steyer a los demócratas este año en nombre de cuestiones climáticas. Por otro lado, una Super PAC (Political Action Committee) es una mala opción para canalizar financiación extranjera que no quieres que salga a la luz, es mejor una asociación o una organización no lucrativa.
Además de estos dos detalles técnicos, la red está plagada de otras críticas dispuestas a desacreditar el supuesto realismo que el público otorga a la serie. Comentarios como que a nadie le importa lo que escriben los bloggers -ni los reporteros en general-, razón por la cual la influencia de Zoe Barnes sería irreal. Que la energía nuclear, el arma del multimillonario Tusk, no es un buen negocio desde Fukushima 2011. Que nadie necesita financiamiento chino para construir un puente en Long Island. Que blanquear dinero en un casino de St. Louis regentado por el jefe de una tribu india es una pésima forma de hacerlo, para eso se usan abogados y cuentas en el extranjero. Que ningún periodista preguntaría al vicepresidente por las relaciones con China después de que su mujer anuncie por televisión un aborto causado por la violación de un general de los Estados Unidos. Que ningún reportero lanzaría una campaña de piratería online en contra de su vicepresidente desde su computadora del trabajo. O que al final de la segunda temporada no se entiende muy bien por qué el presidente acaba entre la espada y la pared: ¿Por tomar Xanax? ¿Por acudir a un consejero matrimonial?

Las dudas podrían extenderse hasta el infinito, reforzadas por declaraciones como la que el representante republicano Kevin McCarthy le hizo a Willimon en Washington D.C. el año pasado, refiriéndose a uno de los acontecimientos de la serie: “Si tan sólo pudiera matar a un miembro del Congreso, mi trabajo sería mucho más fácil”, le dijo. Pese a ello, por alguna razón, el público queda atrapado por la historia y no la siente inverosímil. Quizá porque les afirma esa sospecha generalizada de que el poder y el ejercicio de la política esconde mentiras, manipulación y maldad. Quizá gracias a sus efectivas reminiscencias shakespearianas, como la ruptura de la cuarta pared al hacer que el protagonista se dirija al espectador, inspirada en personajes como Yago de Otelo (despechado al ser desplazado de un cargo) o Ricardo III  (por las maquinaciones que elabora para hacerse con el trono de Inglaterra). O quizá sea por lo inquietantemente placentero que resulta ver a los malos salirse con la suya. Pero lo cierto es que, si bien la serie está plagada de referentes reales, la trama es exagerada. E incluso absurda por momentos, ya que parece que sólo los Underwood sean inteligentes y que el resto, incluido el presidente de los Estados Unidos, sean unos incrédulos con motivaciones simplistas sin visión ni capacidad estratégica.
La realidad no es más amable, pero seguramente sí tenga más lobos moviéndose sobre el tablero.

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